Mi primera experiencia con la necesidad de una cirugía para mi hijo ocurrió por teléfono. Sí, leíste bien. Por teléfono. Agotada y recuperándome de una cesárea en un hospital mientras mi hijo estaba en cuidados intensivos en otro hospital al otro lado de la ciudad. Un par de días después de su nacimiento, en la neblina de intervalos de dos horas de sueño para sacarme leche, mi teléfono suena alrededor de las ocho de la mañana. Atendí, aunque no reconocí el número.
“¿Sra. Edmunds?”
“Sí, soy yo”.
“Hola, llamo desde el servicio de anestesia para obtener el consentimiento para el bebé Edmunds”.
Me quedé muda. Miro a mi esposo que estaba profundamente dormido al otro lado de la habitación. Había estado estudiando para las finales de la facultad de derecho mientras corría de un lado a otro para cuidar a nuestro hijo en un hospital y a mí en otro. Tartamudeé buscando las palabras para hablar. Me pedían que otorgara mi consentimiento para anestesiar a mi hijo de 2 kilos. En realidad, ni siquiera había conocido a mi hijo: nació con insuficiencia respiratoria con atresia anal y necesitaba intubación y una traslado inmediato a la unidad de cuidados intensivos neonatales (NICU, por sus siglas en inglés) de nuestro hospital pediátrico local. Mi mente se aceleró con pensamientos como: ¿Qué sucede si es alérgico a la anestesia? ¿Qué sucede si no sale de la cirugía?
Decir que estaba aterrada no alcanza para describir lo que sentía. Pero allí me encontraba, madre por unos pocos días en una grado exorbitante de dolor y responsable de un bebé que había conocido durante unos 30 segundos. Hasta ese momento, nunca había sostenido a mi hijo ni lo había oído llorar. No tenía idea de cómo se sentía, cómo sonaba o incluso cómo se veía. Sin embargo, se suponía que debía dar permiso a un completo extraño para que le administrara a Oscar medicamentos que lo harían dormir para la cirugía, este misterioso Oscar a quien anhelaba ver, tocar, sostener, este misterioso Oscar con un diagnóstico misterioso, mi hijo.
Esto es que te lancen a la maternidad. La mayoría de las primeras decisiones importantes de los padres tienden a relacionarse de alguna manera con si quieren usar un biberón o no, o si complementarán la lactancia con fórmula. Mi primera experiencia como madre fue dar mi consentimiento para una cirugía, la primera de unas cuantas que se llevarían a cabo en el primer año de vida de Oscar. La decisión fue clara: por supuesto que daría mi consentimiento. La alternativa a la cirugía era bastante desalentadora. Las intervenciones médicas que Oscar soportaría en sus primeros días le salvaron la vida y fueron absolutamente necesarias, pero eso no quita lo aterradoras y difíciles que fueron de sobrellevar.
Has sido madre durante literalmente segundos y te piden que respondas preguntas sobre documentación, consentimiento, alquiler de sacaleches, seguro médico, visitas, y te hacen caminar por el hospital para comenzar la recuperación. Tienes hambre, pero sientes náuseas. Quieres recibir visitas, pero también quieres agazaparte en un rincón y llorar. Quieres extraerte leche para producir más, pero quieres dormir más de dos horas corridas. Quieres que te apoyen, pero no su lástima y, créeme, nada de lo que te digan te hará sentir mejor. Quieres sostener a tu bebé, pero no puedes hacerlo. Quieres hablar con él, pero no tienes las palabras para expresarte. Sientes que de repente todas las miradas se dirigen a ti para que sepas cómo ser mamá y tomar decisiones médicas importantes, pero realmente no tienes idea de lo que estás haciendo. Al menos, así me sentí.
Nunca será más fácil entregar a tu niño al siguiente cirujano. De hecho, diría que se vuelve más difícil. A medida que el vínculo con tu hijo crece exponencialmente con el tiempo y él adquiere su propia personalidad, es más difícil dejarlo ir. Es más difícil ver que lo llevan en una camilla a una habitación donde no se te permite entrar. Cuando nacen, y sabes que los procedimientos salvan vidas, estás en modo de supervivencia. No hay tiempo para pensar, y antes de que te des cuenta, tu hijo está en recuperación y tú estás en la siguiente etapa: cuidando a un recién nacido que se está recuperando de la cirugía.
Observar a un recién nacido mientras se va terminando el goteo de morfina es una tortura que no le deseo absolutamente nadie, y temo la próxima vez que tengamos que pasar por esto. En nuestro futuro se avecina una cirugía cardíaca, y estoy bastante segura de que el cirujano tendrá que arrancarme a mi hijo de los brazos. Sé que es necesario. Sé que sin cirugía su pronóstico podría ser peor. Pero cuando pienso en lo que sucede en el quirófano y cómo será la recuperación para Oskie, no puedo soportar la idea. Ningún niño debería tener que soportar tanto dolor.
Convertirse en madre o padre implica una adaptación para cualquier persona, y nada puede prepararte para eso. Convertirse en madre o padre de un niño con problemas médicos graves que requieren intervención inmediata es indescriptiblemente difícil. Ojalá tuviera algunos consejos mágicos para los padres que tienen por delante un largo camino de procedimientos y pruebas, pero solo puedo ofrecer lo que sé.
Lo más probable es que nunca estés realmente fuera de peligro por el resto de tu vida. Simplemente te acostumbras más a los procedimientos, los tubos, los medicamentos y las terapias. Se vuelven menos traumáticos y menos aterradores a medida que adquieres más conocimiento e información; lo desconocido es lo que es tan tremendamente escalofriante. Te adaptarás, a tiempo. Sacarás la fuerza que nunca supiste que tenías, lograrás la aceptación que otros pasan toda la vida tratando de alcanzar. Te convertirás en defensor de causas, por tu hijo y por todos los demás como él. Conocerás tus limitaciones, aprenderás a fijar límites, ganarás más seguridad en ti que nunca. Crearás experiencias de enseñanza para quienes no saben, y harás del mundo un lugar más aceptable, un encuentro incómodo a la vez.
Sentirás cansancio, temor y confusión la mitad del tiempo, pero tu corazón aprenderá a amar como nunca antes, y por eso podemos estar eternamente agradecidos.